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Descubrí que la comunicación tiene muchos lenguajes… y todos importan

  • Foto del escritor: Fernando Arévalo
    Fernando Arévalo
  • 29 oct
  • 3 Min. de lectura

Cuando uno lleva ya un buen tiempo metido en el mundo de la comunicación, termina entendiendo que no hay un solo tipo, ni una sola fórmula. En las organizaciones —ya sea una ONG, una empresa privada, una universidad o una institución pública— la comunicación es casi como el sistema nervioso: si no fluye, todo se entumece.


Recuerdo mis primeros años trabajando en proyectos de desarrollo; pensaba que comunicar era básicamente escribir comunicados o diseñar afiches. Con el tiempo entendí que detrás de cada mensaje había una intención: informar, inspirar, coordinar o simplemente mantener vivo el sentido de propósito.


La comunicación interna fue una de las que más me marcó. Es la que sostiene el ánimo y la coordinación dentro del equipo. En una empresa o una ONG, si la gente no sabe hacia dónde va la organización o siente que no se le escucha, todo se desmorona. Me tocó vivir procesos en los que un simple boletín interno o una reunión bien planteada cambiaban por completo la energía del grupo.


Luego está la comunicación externa, esa que muestra al mundo quién eres y qué haces. En el gobierno puede significar transmitir credibilidad y transparencia; en la academia, dar a conocer investigaciones de una forma comprensible; y en las empresas, conectar con el público desde la autenticidad. El reto, en todos los casos, es el mismo: evitar sonar a discurso vacío.


También está la comunicación institucional o corporativa, que da coherencia al conjunto. No se trata solo de tener un logo o un manual de marca, sino de construir una voz propia, una narrativa que refleje la identidad de la organización. Es la forma en que una universidad defiende su prestigio, una ONG su compromiso, o una empresa su propósito.


La comunicación para el cambio social me enseñó algo esencial: comunicar no es “bajar información”, sino abrir espacios de diálogo. En las comunidades rurales, un cartel o una radionovela pueden ser más poderosos que un informe técnico, porque llegan al corazón.


Con los años también descubrí la comunicación científica, aunque no desde la academia. Me tocó aprender a traducir esos textos llenos de términos técnicos y cifras complejas en mensajes claros, útiles y humanos. Es un arte convertir lo que parece reservado a expertos en algo que la gente común pueda entender y aplicar. Traducir conocimiento no es simplificarlo, es hacerlo accesible.


Y está la comunicación del conocimiento, mi favorita. Es la que transforma lo que una organización aprende en algo que otros pueden usar. Documentar, compartir, aprender del error… todo eso también es comunicar. Cuando una institución logra convertir su experiencia en conocimiento útil, ahí está generando verdadero impacto.


También aprendí que la comunicación no siempre ocurre en calma. Hay momentos en que todo se tambalea, cuando surge una crisis y la organización necesita hablar con claridad, sin adornos. La comunicación de crisis es eso: la capacidad de responder con empatía y transparencia cuando algo amenaza la confianza. No se trata de maquillar los errores, sino de reconocerlos, explicar lo que se está haciendo y mantener la conexión con las personas. Y, claro, en esos momentos las relaciones públicas se vuelven aliadas clave. Son quienes han tejido, con paciencia, los lazos con los medios, aliados y comunidades. Gracias a esas relaciones, el mensaje encuentra eco incluso cuando el ruido es fuerte.


Con el tiempo entendí que todos estos tipos de comunicación se entrelazan. No hay fronteras claras entre ellos. Lo importante no es saberse la teoría, sino entender que comunicar —bien hecho— es construir sentido, dentro y fuera, con las personas y para las personas.

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